domingo, 12 de junio de 2016

Ceferino Maestú: Trayectoria de un enamorado de la revolución


Las épocas decadentes se caracterizan, entre otras cosas, por una tendencia exagerada a lo resumido, a lo breve, a lo esquemático, a lo reducido, a lo simple.  Y  eso también se nota en el periodismo en detalles como el de la degeneración de la entrevista clásica y su habitual sustitución por un simple cuestionario… Una entrevista es otra cosa, y desde que hablé con  Ceferino Maestú a principios de marzo quise hacerle una verdadera entrevista para PATRIA SINDICALISTA. Con un simple cuestionario no sólo habría demostrado un cierto desinterés —y desde luego si algo despierta en mí  Ceferino Maestú  no es precisamente eso—, sino que habría desmerecido su cordialidad no correspondiéndole en la medida de lo que sería justo, y más teniendo en cuenta que su profesión ha sido siempre precisamente la de periodista, no pudiendo yo considerarme tal de ninguna manera. En la verdadera entrevista no se puede uno limitar a reproducir frases textuales, siempre inevitablemente descontextualizadas aunque sea sólo en parte, sino que lo verdaderamente importante consiste en ser escrupulosamente fiel a la esencia del pensamiento expresado y de la personalidad del entrevistado. Eso sí es una entrevista.
Con una agilidad mental envidiable —a sus casi 89 años—, cuando le llamé me reconoció en el acto, y eso pese a que habíamos hablado anteriormente únicamente un par de veces a raíz de la publicación de mi libro  Manifiesto Sindicalista en 2007. Quedamos junto al monumento al “Plus Ultra” de la madrileña plaza de Moncloa, y allí estaba ya esperándome, cartera en mano, a las nueve en punto de la mañana, con esa puntualidad exquisita propia de las personas serias y educadas que saben perfectamente que hacer esperar a alguien es siempre, consciente o inconscientemente, una desconsideración, un menosprecio. En las épocas decadentes también se olvidan con demasiada frecuencia estas cosas…
Decir que fue para mí un placer charlar con  Ceferino Maestú durante más de una hora y media —¡ojalá hubiera podido disponer de más tiempo!—, sería decir poco. Fue un placer, sí, pero más que eso fue un auténtico privilegio, un honor. El lugar en que nos reunimos, ahora dedicado a un conocido pintor extranjero y antaño refugio de conspiradores —ese cáncer tantas veces mortal en cualquier colectivo humano—, resultaba agradable para una conversación tranquila e interesante que, tras regalarme un par de interesantísimos libros suyos recientes que no tenía, iniciamos hablando de… ¡astrofísica!, ya que sobre ese tema —prácticamente desconocido para mí— acaba  Ceferino de terminar un libro. No termina sin embargo de ser publicado ese otro libro que hace tiempo cedió a una asociación con ese fin:  Los enamorados de la Revolución. Historia de la CNT  y la Falange en la II República española. Muchos ansiamos desde hace años poder leer ese título. Y es que la Falange de  Ceferino es la de los que él llama, con intención ilustrativa, “los falangistas rojos: Manuel Mateo, García Vara, Matorras, Matías Montero, Juanito Orellana, Álvarez de Sotomayor.  Todos ellos y otros muchos, por igual, fueron rojos, rojos y luego falangistas rojos, con el abrazo de José Antonio Primo de Rivera. Los mataron a todos y,  al menos, no vieron lo que vino después”.

Yo le pregunto por él y la gente de su generación, los nacidos entre 1920 y 1935 —los  niños de la Guerra—, que él considera la generación perdida, y es que no le falta razón cuando expone su tesis: eran demasiado jóvenes cuando estalla la Guerra Civil, vivieron el franquismo en un estado de permanente frustración (política, sindical), y cuando llega la  transición ya eran demasiado mayores como para protagonizar nada y,  por si eso fuera poco, eran estigmatizados cuando en realidad, como bien dice  Ceferino, “eran una gente estupenda…”  Yo  siempre he pensado que los hombres de su generación hicieron mucho más por España y por los trabajadores de lo que algunos creen, incluidos ellos mismos, pero  Ceferino no puede dejar de  mostrar su decepción por haberse malogrado una ocasión histórica para hacer una verdadera Revolución.

Me cuenta  Ceferino cómo descubrió la Falange en  Vigo con apenas quince años: “Cuando aún sufría el vivo recuerdo del asesinato de mi padre, por los moros de Franco, seguía preocupado por todos aquellos problemas sociales y no sólo políticos que habían provocado cuanto sucedió (…). Cierto día, supe de un acto público de los falangistas, en el cine  Tamberlik, y fui, por curiosidad. Busqué un sitio desde el que pudiera ver y oír sin ser visto. Aquello me sorprendió porque los oradores hablaban de Revolución, de Justicia Social.  Y,  al reaccionar el público con aplausos, Jesús Suevos gritó: “En la Falange no queremos aplausos. Camaradas: ¡Arriba España!”.  Sinceramente, aquello fue un revulsivo emocional para mis quince años y,  después de pensarlo mucho, me metí en el SEU de Falange Española de las JONS”. Después me explica cómo aquello terminó en una enorme frustración, cómo se fue voluntario a la Guerra, cómo los militares —la Guardia Civil en particular— trataron de obligar a su Bandera falangista a asesinar prisioneros en  Teverga, cómo su Jefe de Escuadra,  Francisco Moyán —luego caído en Gandesa—, les reunió a todos para decirles: “Yo no he venido para asesinar y me voy”.  Y  no se fue él solo precisamente... Ceferino pidió entonces a su madre que lo reclamara, aprovechando que era menor de edad, y así no tuvo que volver a enfrentarse a esa barbaridad que es siempre la guerra, y más una guerra civil.

Curiosamente sería el famoso sacerdote jesuita  José María de Llanos, con el tiempo destacado activista comunista, pero entonces firme partidario de la Revolución Nacional-sindicalista, quien reintroduciría a  Ceferino en el falangismo, aunque tuviera que ser a través del Frente de Juventudes —FE de las JONS ya había sido secuestrada legalmente en 1937 con el famoso Decreto de Unificación— y para crear después la centuria universitaria “Iñigo de Loyola”.  Y aquí arranca una etapa apasionante en la vida de Ceferino: “Así, tuve que reasumir el encuentro con aquellas antiguas convicciones y leí, pensé y defendí no lo que estaba haciendo Franco, sino lo que José  Antonio Primo de Rivera había querido hacer. Conocí, entonces, a falangistas extraordinarios como Narciso Perales, palma de plata de José  Antonio; Carlos Ruiz de la Fuente, Secretario nacional de la  Vieja Guardia, y Patricio González de Canales, que había sido de todo y bien, hasta del complot para matar a Franco, y a muchos más que no desmerecían de ellos”. Desde luego le cambia el semblante cuando evoca el recuerdo de esos falangistas por los que parece sentir más que admiración, devoción incluso… Es imposible, al oírle, porque uno no puede dejar de ser humano y falangista, no sentir a través suyo algo parecido.

La Falange que evoca  Ceferino, no lo puedo ocultar,  es la Falange que a mí más respeto y admiración me merece.  Y  es que es obligado reconocer que en la Falange han confluido tendencias muy diversas y hasta en buena medida opuestas.  Y  esto se refleja claramente en una anécdota que  Ceferino me cuenta con detalle y que en sus memorias,  La vida que viví con los demás, también desvela: antes de las elecciones de febrero de 1936  José Antonio Primo de Rivera encarga a  Carlos Juan Ruiz de la Fuente que asista a un mitin de  Gil Robles en el Cine Madrid, que tome nota de lo que dice, y que se presente en la Jefatura Nacional para informarle; cuando regresa está reunida la Junta Política y  José Antonio  le hace pasar y exponer ante todos lo que ha dicho  Gil Robles; tras ello él hace ademán de irse y el propio José  Antonio le dice que no, que se quede, pues lo que están tratando en ese momento es de su interés; se trataba de decidir si la Falange debía unirse precisamente al grupo de Gil Robles o no, y había un enfrentamiento directo y muy duro entre  Raimundo Fernández Cuesta,  José María  Alfaro y  Rafael Sánchez Mazas por un lado —firmes partidarios de esa unión—, y el propio  José Antonio,  Manuel Mateo y  Julio Ruiz de  Alda por otro, quienes rechazaban tajantemente esa posibilidad; la discusión fue subiendo de tono y,  cuando terminó y salió  Carlos Juan de allí, su convicción era la de que FE-JONS estaba a punto de sufrir su tercera escisión en menos de tres años, algo que no llegaría a suceder por la precipitación posterior de acontecimientos.

Me cuenta  Ceferino su paso por el Círculo “José  Antonio” —de donde se puede decir que prácticamente le echan a causa de lo incómodo de sus posiciones—, el inicio de su “periodo de predicación rebelde y de militancia social activa”, cómo se gestaron las magníficas “charlas de la Ballena Alegre” —la mayor y mejor aportación doctrinal al Nacional-sindicalismo tras la muerte de José  Antonio y seguramente incluso hasta el día de hoy— en los años sesenta y cómo nació la idea de la revista  Sindicalismo, siempre con las limitaciones y los problemas que el Régimen ponía a todo lo que no controlaba. No puede evitar  Ceferino recordar con tristeza cómo  Mariano Sánchez Covisa provocó un incidente que sirviera de excusa para prohibir las “charlas de la Ballena Alegre”, o cómo  Manuel Fraga —sí, sí, el demócrata de toda la vida que, como algunos otros, tan bien supo reciclarse durante a transición en demócrata y tolerante de toda la vida— censuró y terminó prohibiendo la publicación de la revista  Sindicalismo. Lo recuerda con tristeza, sí, pero en su expresión no se ve rastro alguno de odio y me atrevería a decir que ni siquiera de rencor.  Es lo que les pasa a los católicos convencidos y a las buenas personas —¡y qué decir cuando en una misma persona confluyen las dos cosas! —, que no tienen ni tiempo ni ganas para esas miserias humanas.  Y  yo me alegro de que haya gente así, porque contribuyen a dignificar con su ejemplo el Nacional-sindicalismo que otros —los menos, sí, pero siempre los más llamativos— han manchado tanto.

Repasamos su papel, desde la UTS, en las nacientes Comisiones Obreras —lo que le supondría conocer la hospitalidad carcelaria franquista— y cómo él y otros católicos y falangistas terminaron fuera de ellas cuando el Partido Comunista de España  se hizo con el control total de ellas; hablamos de cómo la transición política tuvo su equivalente sindical con unos sindicatos financiados desde el exterior, con una UGT  que sólo quería ser correa de transmisión del PSOE y que dinamitó la posible unidad sindical, una Constitución que oficializa en cierta forma los sindicatos para dar pie a la subvención y su consiguiente control —“si no les financian los trabajadores, sino los empresarios, el Estado, las Comunidades  Autónomas y los  Ayuntamientos, entonces los trabajadores nunca les controlarán; es el que les subvenciona el que les controla”, afirma rotundo  Ceferino—; el fracaso de su última aventura sindical, la CTI…

Ceferino es muy escéptico con las generaciones actuales, pues piensa que su materialismo les imposibilita pensar en nada que vaya más allá de sus narices y sus egoísmos individuales, y que eso dificulta mucho la labor sindical en el siglo XXI, y por ello, aunque él piensa que sólo cuando la crisis muestre toda su crudeza el pueblo será capaz de pensar que quizá fuera necesaria una verdadera revolución, aún no ve cerca el momento. Las condiciones no son aún suficientemente determinantes, y a su edad él considera que ya sólo puede hacer una cosa: “escribir para ir sembrando”. Y es que es verdad que, por mucho que madure la fruta, si no hay nadie que ponga el cesto la fruta se perderá en el suelo; si no se siembra la Revolución, nunca será posible hacerla. Pero él, que desde luego bien pudiera haber servido de modelo a  José Antonio para inspirarle su concepto de los “inasequibles al desaliento”, aún así no duda en decir que “ahora, a mis 88 años, sigo pensando que el sistema capitalista y su régimen de relaciones laborales es injusto y creo que hay algo que hacer”. Somos muchos los que pensamos que hay algo que hacer,  Ceferino, muchos más de lo que parece…

Entrevista realizada por Jorge Garrido. Patria Sindicalista. Abril de 2009.

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